martes, 26 de octubre de 2010

SEMBLANÇA DE CARLES II



A los nueve años aún no sabía leer ni escribir. Como se sostenía en pie con dificultad y se cansaba, sus juegos los realizaba sentado, sobre mullidos almohadones, rodeado de enanos y bufones, que le distraían con sus anormalidades, siendo las únicas que este príncipe retrasado entendía.
No mostró ninguna disposición por los estudios. A los veinte años su inteligencia y sus conocimientos eran tan escasos como los de un niño. Los placeres y los ejercicios le eran indiferentes, y si iba de caza, casi siempre lo hacía en carroza. Cuando tenía treinta años creyó hacer un gran esfuerzo al dedicarse, durante una hora todos los días, a la lectura de un libro de historia. En esta naturaleza, enferma y mórbida, era natural su desinterés por los asuntos de Estado.
Cuando el primer ministro le hablaba de estos temas, miraba constantemente el reloj, esperando con impaciencia el final para marcharse a descansar.
Era del dominio público la poca afición del príncipe a la higiene y el mínimo cuidado que ponía en su aseo personal. Gustaba de tener una larga cabellera que, enmarañada y sucia, colaboraba en no poca medida a dar el aspecto macilento y cadavérico que ofrecía su pobre figura. A propósito de su descuido personal se cuenta una sabrosa anécdota relacionada con su hermanastro, don Juan José de Austria, quien dijo al rey —ya era rey Carlos II—: "Lástima es, señor, que con ese hermoso pelo no se cuide mucho de él". El rey, al oírle, se volvió al gentilhombre de cámara que le atendía y le dijo en voz alta: "Ni siquiera los piojos estan a salvo de don Juan".
Extret del blog "Historias de la historia."




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